No porque el autor haya sido su amigo, sino porque realmente fue una obra maestra, Jorge Luis Borges escribió que el libro La invención de Morel era una “novela perfecta”. Adolfo Bioy Casares la escribió en 1940. Es del género de literatura fantástica. Pero de eso no quiero escribir ahora, sino que necesito describir la máquina que inventó Morel. El aparato podía registrar no solo audio y sonido, sino la realidad misma, como si de hologramas reales se trataran. La invención de Morel podía detener el tiempo, o mejor dicho, conservarlo y que vuelva a repetirse una y otra vez. Una especie de máquina del tiempo, una de las metas imposibles de la imaginación humana.
Aún no hemos podido curvar el plano espacio-tiempo y poder retroceder los años, ni mucho menos guardar fragmentos de tiempo real en una máquina como lo logró el Morel de Bioy. Pero tenemos una máquina muy antigua, que con los ajustes necesarios, con las piezas en su exacto lugar, nos puede reproducir un momento ya sucedido tal cual como pasó.
Esa máquina se llama literatura y sus partes fundamentales son las palabras. Muchas veces está bajo el manto de la ficción; pero hay una variante, un subgénero, uno que trata de recoger los hechos como sucedieron, reconstruir incluso lo que los ojos no pudieron ver en su momento usando las palabras, las herramientas de la literatura. Esa variante se llama “literatura de no ficción”. Mediante ella se puede registrar, si se usa con la precisión exacta, eventos como los hechos político —Diez días que estremecieron al mundo, de John Reed—, una crisis de rehenes —Noticia de un secuestro, de García Márquez—, o quizás un asesinato múltiple —A sangre fría, de Truman Capote—.
A su vez, si se mueven los hilos con la fuerza y pulsión exactas, se puede registrar una tragedia. Una en la que murieron 98 personas. Una que duró apenas 12 segundos. 12 segundos en los cuales uno de los edificios más bellos de Miami se vino abajo. Así sucedió con la Torre Champlain Sur, en la Avenida Collins 8777, Surfside, Miami, tierra del sueño americano y de narcos. Sucedió pasadas la 1:20 am del 24 de junio de 2021.
Aquella madrugada trece pisos se desmoronaron. Hoy contamos con la tecnología del video y se puede ver una nube de polvo, ruido, caos. Pero no más que eso. Trece pisos, toneladas de concreto, fierro y muebles cayeron unos sobre otros. Allí también había vidas, carne, pelo, manos, músculos, tendones. Había también historias, pasados, presentes, sueños cumplidos y por cumplirse.
Tres años después, un peruano, el cronista Juan Manuel Robles, encontró la fórmula de Morel para contar esta historia. Acabo de terminar de leer su reciente libro Tragedia en Collins Avenue. El desastre que conmocionó a Miami. He querido usar la figura de la ficción de Bioy pues Robles ha logrado unir las piezas de tal detallada manera, ha conseguido encajar el rompecabezas de una forma tridimensional —y aún más—, que resulta que no solo leamos un reportaje, un relato; sino que el autor alcanza con este libro que nos traslademos al momento mismo de la hecatombe. Podemos sentir el crujido de los cimientos, el temblor de los pisos, el miedo, los gritos, la muerte, las columnas pandeándose. También hace vivir al lector la problemática de los vecinos por las reparaciones, los antecedentes, los vaivenes del sector inmobiliario; llegamos a estar incluso en el la misma ingeniería del edificio y sus desperfectos mortales, en el alma de la bestia. A través de las biografía de las víctimas, de las conversaciones con sus familiares, el escritor nos retrata también a la Miami real, desde su lado crudo y plástico, así como su belleza natural, la de su mar y arenas. Asimismo, nos lleva de la mano a pasar por parte de la historia de América Latina: el golpe a Allende, los refugiados cubanos, el narcotráfico internacional, la alta corrupción en Paraguay, etc.
Juan Manuel Robles ha entrevistado decenas de personas para este trabajo, revisado informes, recogido datos de especialista, de fuentes públicas, de rescatistas, incluso en redes sociales, etc. Desde todas las aristas ha retratado lo sucedido con la Torre Champlain Sur. Pero, principalmente, ha contado la historia —pasado, presente y futuro— de sus personajes, de quienes allí dormían —eso creemos de casi todos— aquella noche fatal.
Estamos ante un ejercicio de literatura de no ficción realmente fino. Entrecruza las historias como una pared de Maradona con Caniggia. Todo calza. La técnica, el uso de las palabras en su justa medida, consigue que podamos vivir el momento. Por eso, como en la invención de Morel, en este libro el hecho se repetirá con las historias de sus personajes, con sus vidas truncas —como la niñera que soñaba con acabar su tesis para comprarle una casa sus papás—, desde todos sus lados, cada vez que repasemos sus páginas.
Me complace que el autor sea peruano, pues coloca a la narrativa peruana, una vez más, en un estándar alto, y a Juan Manuel entre las figuras principales de su generación. En las últimas décadas se produce cualquier cantidad de literatura de no ficción; pero creo que Tragedia en Collins Avenue da la talla de estar entre los mejores ejemplos en español.
Me permito citar unos párrafos:
«Todo sigue fresco para Abo. El calor intenso del verano en Miami. El olor de los peluches. El camión Hess. La pila de libros infantiles. La foto flotando en la piscina. Los rostros. Los cuerpos que bajo las capas de pisos ya no eran cuerpos. Pasadas las semanas, ¿qué se encuentra? Nada. Un hueso. Una prueba de ADN. Una llamada al familiar para que le hagan el examen. Y el bombero que seguía allí sentado, mirando, día tras día, pendiente de su hija.
¿Qué pasó con él?
El jueves 1.° de julio Enrique Arango recibió el aviso que espera pero que no quería. No era necesario decir nada. Al verlo, todos se pusieron en fila, se quitaron el casco y agacharon la cabeza, recordó el rescatista Shane Sibert. Arango caminó hacia el lugar. Tomó su chaqueta y con ella envolvió a su hija, puso encima una pequeña bandera de Estados Unidos y alzó el cuerpo, un cuerpecito reducido a la mínima expresión que tan solo pesaba siete kilos, para llevar a donde estaba el médico del grupo.
La niña tenía siete años. Se llamaba Stella Cattarossi. Vivía en el 501, en el frente de los departamentos más deseados, con la vista más linda, los que estaban más cerca al mar. En el balcón de al lado, el del 512, vivía otro niño: Lorenzo de cinco años. Eran amigos. Algunas tardes, desde la playa, podía verse a los dos niños, allá arriba, jugando juntos.«
Por: Eduardo Abusada Franco
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