A la 1.30 am de la madrugada del pasado 22 de agosto se apagó el televisor. Esta vez, definitivamente. Víctor Patiño Marca, también conocido como ‘El Búho’, una de las últimas leyendas vivas del periodismo escrito, uno de los sobrevivientes de la Edad del Plomo —como decía Thorndike a las épocas en que los periodistas olían el plomo de las letras de molde de las rotativas—, dejó de escribir para siempre.
En el transcurso de las horas los obituarios cayeron como noticias de último minuto. Para el Perú entero era conocido por su columna en la última página del diario Trome, el espacio de El Búho. Allí, un día cualquiera, El Búho escribía sobre el poeta Eielson, y al lado estaba la calata, la ‘Malcriada’, atrapada a las justas entre sus tangas con un gorrito rojo de Mamá Noela. Eso logró este columnista, conjugar la cultura popular, el habla de la calle, con el debate intelectual; armado de una pluma que sea apreciada tanto por académicos como por obreros y amas de casa.
Como decía, la gente de la calle conoció a través de las páginas del diarismo nacional al Búho. Pero yo conocí a otro o, bien visto, a otros —en plural—… a otros que habitaban el mismo cuerpo ajetreado de tantas aventuras.
Parche
Así era como lo llamaban por los pagos de la universidad de San Marcos. Parche. El compañero Parche, pues en aquellos años, los turbulentos ochenta, militaba en agrupaciones de izquierda. Acá no recuerdo bien si era en el PSR, en Vanguardia o en el PUM. Ahora da lo mismo, el compañero Parche pasó de la vida militante a la vida contracultural. Se nutrió entonces de esa subcultura sanmarquina, rebelde, tirapiedra, ácrata y plebeya.
Cajita, un amigo fotógrafo que lo conoció en los años 80 y trabajó con él en Página Libre me contó por qué le decían el Parche. El impetuoso Víctor no podía evitar meterse en problemas cada fin de semana. Sea en debates políticos o disputas de faldas. Era afilado con el lenguaje textual, más los puños no era lo suyo. Así cada inicio de semana llegaba con una curita nueva en el rostro o alguna parte del cuerpo; y quedó apodado como Parche.
Por cierto, el mismo Cajita me contó otra anécdota cuando trabajaron bajo la batuta del inmenso Guillermo Thorndike en Página Libre. El entonces “político” Vargas Llosa había desaparecido. Hasta que Parche dio con él una tarde en que el escritor paseaba románticamente con una prima en alguna playa. Parche y Cajita hicieron algunas fotos, pero fueron intervenidos por la seguridad del ahora Premio Nobel. El fotógrafo, rápidamente, logró camuflar un rollo entre sus genitales y les dio otro a los matones. La foto salió publicada.
Y otra vez les sonrió la fortuna periodística cuando tenía que entrevistar a Belmont y éste no quería dar cara a la prensa. Sabían que iba a nadar a Agua Dulce, pues el broadcaster y político era conocido por sus prácticas deportivas y su musculatura. Víctor —o Parche para este subtítulo— se remangó los pantalones y se hizo pasar como pescador y se puso a conversar con él. El ego de Belmont no pudo evitar llenarse la boca con alguien del pueblo. A lo lejos, Cajita hacía las fotos. La entrevista salió publicada. Días más adelante, cuando Belmont lo reconoció en el aeropuerto, se le fue encima a golpes para dejarle otro parche, pero el periodista logró escabullirse.
Volvamos a los patios de San Marcos, a las anécdotas que el mismo Parche me contaba. Hay una que guardo especialmente por su potencia. Se me hace una imagen épica cuando trato de recrearla en mi imaginación. Daba un concierto dentro del campus Richard Villalón. De pronto dejó de cantar porque lo interrumpieron de urgencia y regresa tras unos minutos y dice: “Quiero dedicar esta canción para esas manos benditas que acaban de matar a Tachito Somoza”. Desde luego, no eran tiempos de comunicación en tiempo real por smartphones. Parche estuvo allí. Y según me contaría muchos años después entre ríos de cerveza, la euforia de la juventud de entonces ante el ajusticiamiento del dictador nicaragüense fue llanamente de pura algarabía. La sangre con sangre fue pagada.
Fue en San Marcos que Parche comenzó a estudiar Historia, pero no terminó esa carrera. En nuestras charlas me dijo que mientras él estaba metido en los libros y archivos, sentía bullir en los estudiantes de entonces las ganas de hacer algo, de salir a la calle, de tomarla a saco. abordaje. Eran filibusteros marginados con ganas de comerse el mundo. Sentía que el destino académico, el de los historiadores, no era lo suyo. Quería estar afuera de las oficinas, no en las bibliotecas. De hecho, su sitio favorito de lectura era en las gradas vacías del inmenso estadio sanmarquino. Así que dejó la Historia para decantarse por la Sociología y finalmente llegó donde el destino ya lo había decidido desde que dejó su nombre impreso en la revista universitaria La Casona, en el Periodismo. Donde cruzamos rutas. Si arrieros somos, en el caminos nos encontramos.
Pachín
Víctor nació en Lima y se crió en el barrio de Mirones. Allí estuvo su otro gran aprendizaje, quizás, el principal. De la calle aprendió a ser él mismo, y en los libros, el cine y la música a ser Pico y el Búho —pero eso vendría después—. Allí, junto a su hermano Juli, mataperreaban luego del colegio. Juli se hizo gran amigo, allí en Mirones, del famoso actor Carlos Alcántara, a quien llamaban Cachín —no Machín, eso sería en Pataclaun— en el barrio. Tanto así que en una de las películas de Asu Mare sale el Juli.
Así es como lo conocían en su barrio y en su casa, como Pachín. Fue con este Pachín con el que esperé el nacimiento de su hija mayor entre horas de ansiedad. No era el Búho para sus hermanas Mechita, Mónica, Rosi y Charo, sino era solamente Pachín. Era solamente Pachín para su mamá Charo y su papá Julio, que en paz descanse. Padres amorosos que llegaron a estar en mi casa de Mollendo en vacaciones.
Don Julio era muy creyente y un caballero de los antiguos a toda regla. Una vez al mes traía una imagen de la Virgen a mi casa para que le prendamos velas. No recuerdo en este momento si Pachín era especialmente religioso. Creo que pocas veces hablamos de Dios. Pero si acaso hay otro plano luego de esta existencia sufrida, divertida y bien vivida, espero que ya esté junto a papá Julio.
Pico
Esta era su otra cara, su otra faceta. Porque los seres humanos somo así, muchos dentro de uno mismo. Incluso, tenemos naturalezas contradictorias. Como Pico fue mayormente llamado dentro del mundo periodístico. Aunque primero lo conocí como Víctor, aprendí a decirle a Pico en la sala de redacción que compartimos y donde fue mi profesor empírico, maestro y amigo.
No necesitaba Google. Antes de cada entrevista le proponía un nombre que él aprobaba y sin siquiera revisar el buscador de Internet, me contaba varias cosas sobre el personaje a entrevistar y me sugería preguntas. Básicamente esa era nuestra dinámica y yo me sentaba a su lado, sin decir nada, solo para contestar sus preguntas, mientras él corregía mi texto.
Si bien la jerga o la replana como se le decía en el lenguaje periodístico fue usada por primera vez por el diario ÚItima Hora en los años 50, se usaba solo eventualmente en los titulares. Pico, quien tuvo formación en varios medios antes de llegar a Trome y ser la columna más leída del Perú, supo desde sus años en Epensa —diario Ojo, entre otros—, introducir ese lenguaje del habla popular en el género de la columna de opinión. Así nacería La Seño María, con sus personajes como Pancholón.
Fue Pico quien me jaló para trabajar con él cuando me puso a prueba al conseguir una entrevista dentro del Congreso con un personaje mediático sin tener carnet de prensa. Logré colarme y hacer la guardia hasta que lo conseguí. De allí seguimos así tres años, semana a semana, día a día. Pues cada día, cuando se escribe un periódico, éste nace y muere en 24 horas. Cada jornada es una vida, con sus rutinas y excesos.
Muchos periodistas estos días han recordado sus emotivos encuentros y anécdotas con Pico en bares célebres. Pero lo cierto es que nosotros íbamos a un chifa en Jr. Lampa. Nos atendía una chinita joven, bien bonita, de cara angelical. No era una cantina, ni un bar, ni un lugar cultural o contracultural como el Averno o el Yakana. Allí nadie nos buscaba, nadie lo conocía ni nadie lo jodía; pues usaba muy poco celular. Solo la chinita nos vigilaba, quien me decía desde que nos veía entrar: “Dile a amigo que solo tles celvezas, solo tles”. Me hablaba a mí, pues la dicción de Pico era de temer, más aún luego de unos vasos. No había Yape, así que le parábamos debiendo, y no quería darnos más de tres. Fueron camiones de chela los que nos tomamos allí. Las mismas anécdotas, las mismas canciones, interpretábamos los diálogos de las mismas películas una y otra vez. Hasta que llegaba la hora de convertirse en El Búho.
El Búho
Del Búho no hace falta contar más. Todo el Perú lo leyó al menos una vez.
Víctor
Aunque aprendí a decirle Pico, pues así le decían los otros periodistas, yo normalmente lo llamaba por su nombre, por Víctor. Me lo presentó mi mamá, quien se hizo amiga de la Señora Charito, la mamá de Víctor, por la parroquia. Yo, todo posero, estaba leyendo a William Burroughs por esos días [ni siquiera me gusta mucho ya la literatura de Burroughs], y fue lo primero que se me ocurrió citarle. Al principio le caí soberbio, como le caigo casi a todos los que conozco por primera vez. Pero los libros fuero nuestra intersección, nuestro santo y seña.
Me hice entonces amigo de Víctor. No de Parche, no de Pico, ni del Búho, ni siquiera de Pachín. Era Víctor y yo. Nadie más. Parábamos entonces de lunes a domingo. Si alguien quería encontrarlo, me preguntaba a mí cómo llegar a él, que le haga llegar tal libro o tal mensaje. Me confió sus secretos y yo los míos. Gran riesgo tratándose de periodistas. Pero no estaba hablando con Pico, el periodista, sino con Víctor.
Víctor, el de la voz indescifrable. Tuve que aprender su peculiar y propia lengua para entenderlo. Se quedaba a mitad de las palabras, o las decía arrastradas, en su voz cavernosa, pero yo ya sabía lo que quería decir de antemano. Entonces, lloraba. Lloraba mucho. Recordaba su infancia, sus frustraciones, sus miedos. Era el columnista más leído del país, acaso podía sentirse un hombre poderoso; pero de pronto se recostaba en mi hombro y lloraba como un niño. Lloraba por que lo pudimos ser y no fuimos, por los libros que juramos escribir y nunca escribimos. Lloraba por los amigos, por el abandono, por sus propios demonios que nunca lo dejaron. De pronto, era El Búho y volvía a ser Víctor, ¿dónde estás ahora, Víctor?… al rato, cabeza a cabeza, yo lloraba con él. Mis demonios también llegaron esas noches como seguirían llegando el resto de noches aún más oscuras.
No cabía hablar de literatura, sociología, cine, ni historia ni política. Creían que éramos cultos, pero eran huevadas. Estábamos allí, hablando de la vida, de fútbol, de comidas. Queriendo ser solo nosotros en un mundo que le exigía a Víctor ser El Búho, ser Pico, ser el Parche, ser un intelectual, un escritor de renombre. Pero él quería solo sentarse a ver tenis durante horas con su hijita a la que tanto esperó.
Víctor, mi buen Víctor, el libro que todos esperaban nunca pudo ser. Prometiste que yo escribiría el prólogo. Me la debes. ¿Recuerdas la última vez que nos vimos, hace varios meses ya? Estabas solo en un de los bares de la calle Berlín, tu otro barrio. Jugaba la Selección y yo fui con dos amigos a ver el partido. Me acerqué a tu mesa y ya no pude levantarme más. Nos quedamos otra vez solos, los dos, solos los dos como en el chifa aquel frente a una docena de botellas. Como escribió Ribeyro, en ese mundo imaginario que se crea cuando los hombres se sientan alrededor de una botella abierta. Esa fue la última vez que te vi, con toda tu grandeza y tus errores. Quiero borrar de mi cabeza la imagen de esta semana, pequeñito allí dentro de esa caja.
La hora del cierre de edición se acerca, Víctor. Yo también voy contando mis años, y el gran libro tampoco llega. Se nos fue la vida, Víctor. Tal vez no la escribimos como quisimos, pero la vivimos como pudimos y no estuvo tal mal, ¿verdad? Uno hace lo que puede, no lo que quiere. Con lágrimas y risas, con botellas y broncas, pero la vivimos. Tal vez no fuimos ejemplares —¿quién lo es?—, pero dentro de lo que pudimos, la vivimos a nuestra manera.
Si acaso mi ateísmo está equivocado y en el cielo o abajo exista un chifa infame, volveremos a la mesa. Pero ahora que en verdad sean “solo tles”, que a mi edad ya no te puedo seguir el ritmo. Maestro, mi buen y querido Víctor. Hasta pronto.
Por: Eduardo Abusada Franco
Seguir a @eabusad IG: @eduardoabu79
OTROS ENLACES RECOMENDADOS POR PLAZA TOMADA
- Carlos Germán Belli. Clásico, moderno y eterno
- «El cine despierta conciencias», Reynaldo Arenas (Entrevista)
- Carlos Germán Belli
- “Tragedia en Collins Avenue”. La máquina del tiempo de Juan Manuel Robles
- Historia de amor
- Argentina campeón y mucho más
- Carlos Manrique, una entrevista que saqué de mi archivo: «Me alegra que me digan cheverengue»
- Yo también soy de la Banda de Hola Yola
- La malaya del Chino Miguel del Callao
SIGUE A PLAZA TOMADA EN YOUTUBE:
Tuve la suerte de ser su amigo y salir de comisión él y mi padre era un lujo leer sus crónicas.
Muy buena la descripción que le realizas a nuestro gran parche
Gracias, Juan Carlos.