El mes pasado fue cumpleaños de mi mamá. Prepararon en casa rocoto relleno, que es uno de nuestros platos favoritos, acompañado con pastel de papa. Solo vino la familia nuclear a almorzar y mi tía Martha, que está de pasada por Lima. Al igual que nosotros, ella también es de Mollendo. Es una de las amigas más antiguas de mi mamá, desde la primaria. Además, es su prima. Aunque eso no parece ser ninguna novedad en lugares pequeños como nuestro puerto, donde todos son primos o están emparentados entre sí por algún lado.
Si mi mamá es de mucho hablar, mi tía le gana por varias lenguas —cae muy bien la metáfora en este caso—. Estábamos en la sobremesa con los recuerdos y anécdotas mollendinas de siempre, repetidas una y otra vez, reunión tras reunión, causando las mismas risas y sorpresas como si fueran por primera vez contadas. De pronto le pregunte, “tía, ¿te acuerdas de la Panzona?”. Creo que moví una fibra sensible.
La Panzona era un miembro muy querido de su familia, uno que falleció antes de tiempo. Era casi como una más de sus hijas. Mi tía Martha tiene dos: Carolina y Gisela. La Panzona era como una tercera hija menor. Llegó muy chiquita a casa y fue Gisela con la que más se encariñó. La Panzona era una gallina y fue hermana, amiga, hija, familia y mascota. Algo así como la Macha, la gallina de Marimar, aunque a la Panzona no se la comieron.
En esa sobremesa mi tía repasó la historia de la Panzona. Alguien le regaló un pollito a las niñas, y se fue creciendo. Gisela, que es de hablar pausado y toda bondad —a diferencia de su hermana, que es de carácter más impetuoso—, trató a la gallina como solo sabe a tratar a todos los seres vivientes: con mucho amor. En ese cariño desmedido sobre alimentó a la gallina. Le daba de comer antes de ir al colegio y al regresar. De allí salió el nombre: la Panzona. Un día la vio un médico veterinario que estaba a la sazón de visita en la casa y les dijo que no podían darle alimento humano, que era muy calórico para el animal. Para para Gisela la Panzona era un ser humano y tenía que comer lo mismo que ellas.
Recuerdo aún a la gallina-mascota. Era evidentemente obesa, de un plumaje blanco, reluciente y precioso. Cuando caminaba se bamboleaba de un lado para otro, como el poto gigantesco de una vedette bailando festejo. Parecía un logo publicitario de los cubitos de caldo de gallina, con una doble pechuga curvada y enorme, como sacando pecho. En un momento, de tan gorda, la pobre gallina ya ni caminar podía.
El cariño que se ganó el animalito fue enorme. Una vez casi se prende la vieja casa de madera. Fue una noche en que cayó una inusual lluvia en Mollendo y un cable eléctrico generó chispas y volando salieron a casa de la tía Piedad a buscar refugio hasta que pause la lluvia. Sin embargo, cuando llegó el tío Lucho, el papá de Carolina y Gisela —las chicas—, no tuvo más remedio que arriesgarse a entrar en la casa y rescatar a La Panzona y al perrito Memphis. Por cierto, el tío Lucho también se vio obligado a construirle una casita de madera a la amada gallina como las casitas de perro, pues una gata callejera merodeaba el patio.
Hasta que un día la gallina explotó. Le dio un infarto por el sobrepeso. Tragedia en casa de mi tía y en todo Mollendo. Fuimos con mi mamá a darles las condolencias. Muchos amigos y parientes —que para nuestro distrito, como ya lo dije, es casi lo mismo— fueron a consolar a las niñas. Llevaban algún postre, otros trajeron gaseosas, uno se encargó de surtir de tamalitos sureños a los visitantes, alguien llegó con el café. La gallina fue velada de cuerpo presente ante las llorosas Gisela y Carolina, en medio de una suerte de velorio-lonche-comida.
Se acordó el entierro de la Panzona. Sería en el patio de la casa de mi tía al día siguiente. Las niñas no fueron al colegio ese día. Por supuesto que nadie lo dijo, pero asumo que muchos lo pensaron: ¿Y si la hacen caldo? Nadie se atrevió a sugerir lo que esa doble, triple, cuádruple pechuga incitaba. Se quedaron con las ganas.
Por la mañana, muy temprano, fueron a tocarle la puerta del párroco de la Iglesia de la Inmaculada Concepción —una de los dos que habían en el pueblo— para que, por favor, hago un responso por el alma de la Panzona. El cura se negó de plano. Solo los hombres están hecho a imagen y semejanza de El Señor. Aunque algunos pasajes de la Biblia, como en el Eclesiastés, dejan algunas dudas respecto al alma animal. Sin embargo, el curita no quiso entrar en debates. Se le pidió que, por favor, lo haga por las niñas. Tras mucho insistir y una retribución nada desdeñable por sus oficios religiosos, el padrecito aceptó a ir «solo por darle consuelo a las chicas”, pero que no haría ninguna oración católica, sino solo unas palabras solemnes. Algo es algo. La Panzona ni siquiera fue bautizada católica. No le hubiese importado.
Pero faltaban las autoridades políticas. En el municipio, que estaba solo a unos 800 metros de la casa de luto, se enteraron de la pronta e irreparable partida de la Panzona. Eran los años 80 y no había celular. El alcalde estaba de viaje. Así que el teniente alcalde, que vivía a unos pasos, decidió ir a expresar sus condolencias formales a nombre de la entidad edil.
Con pena y sin contratiempos, la querida Panzona, la mascota que acompañó nuestra más temprana y dulce infancia, fue inhumada en el patio de la vieja casa de madera de la tía Martha. La casa que vio nacer y morir a generaciones de miembros de su familia, aquel día despedía uno más.
En el periódico local que salía cada lunes, La voz del puerto, apareció una nota necrológica por la gorda amada gallina. No se supo nunca quien la mandó a poner o la pagó. Creo hoy que, siendo entonces un lugar con pocos acontecimientos noticiosos, el director-editor-redactor-fotógrafo-corrector-diseñador, consideró colocar la nota fúnebre sin pago alguno, solo porque era noticia, una tragedia para la toda comunidad mollendina. En el parque, donde todos se congregaban, se comentó con dolor la muerte de esa gallina, consideraba entonces ya ciudadana ilustre de nuestro terruño.
Las gallinas viven entre 5 a 10 años. La Panzona debió vivir algo más de cinco. Tuvo una buena vida. Fue amada y muy bien alimentada. No creo que haya existido gallina más mimada. Fue una digna representante de su raza ponedora Leghorn, aunque la faltase gallo. En sus piernas y pechugas corría toda la estirpe sabrosa de sus ancestros, aunque nos quedamos con las ganas del caldo. Que en paz descanse la Panzona.
Pd. Casi todo el contenido de esta columna es real. Me he tomado algunas licencias de ficción, para suplir la falta de investigación histórica.
Por: Eduardo Abusada Franco
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