Hasta los 40 años Anthony Bourdain era un cocinero desconocido de Nueva York. Tampoco es que era un chef fracasado, sino un jefe de cocina en un restaurante importante. No había viajado mucho aún. Sin embargo, sí conocía el mundo. Lo había hecho a través de los libros y el cine. Quizás, antes de ser un chef, Anthony fue un lector y escritor, uno que relataba historias, que escribía y reflexionaba sobre su vida y las vidas que iba conociendo. He allí —aunque esto puede vincularme con muchos— mi primera intersección con quien llegó a ser una megaestrella de la televisión: las lecturas y el narrar historias. Pues sí, Bourdain fue más un contador de historias que un chef y un presentar de televisión. De hecho, antes de su primer éxito editorial, ya había escrito libros de ficción de escasa difusión al inicio.
Fue así que Bourdain, con ese bagaje literario, que comenzó a escribir sobre lo que vivía en esa etapa de su vida, sobre cómo era “el detrás de cámaras” de una cocina neoyorkina. Ello fue volcado en su libro biográfico Confesiones de un chef. De la noche a la mañana todo cambió, se hizo un best seller, la fama llegó como una tormenta no anunciada. Entrevistas en diarios y sets de televisión de alcance nacional, invitaciones a cenas de gala, reuniones del jet set. Todos querían conocer al chef de moda, al escritor de best sellers.
En esas, le llegó sin demora, a una edad madura, la propuesta para hacer un show de televisión. Descubrió otro talento, el audiovisual. Con un poco de esfuerzo, entendió cómo moverse y hablar ante las cámaras. Aunque bien visto, seguía haciendo lo que desde chico fue su primer talento, el de contar historias. No hizo exactamente programas de cocina, sino que teniendo ésta como excusa, contaba las historias de personas en distintas y disímiles partes del planeta: sus costumbres, culturas, sueños, miedos, éxitos, miserias, riesgos, guerras, problemas económicos y políticos, etc. Fue un contador de historias, repito, más que un cocinero. Además, si miramos sin apuro, la cocina también nos cuenta historias.
Anthony, el chico de Nueva Jersey que apenas se movía en la vecina Nueva York, a los cuarenta y tantos empezó a recorrer todo el mundo para hacer el programa A cook’s tour, al que le seguirían otros del mismo género. Vistió más de 50 países. Viajaba más de 260 días al año.
Hace pocos días terminé de ver en Netlix el documental Anthony Bourdain: un chef por el mundo. No pude evitar sentir una gran simpatía por el personaje e identificarme con algunos aspectos de su vida. Por ejemplo, yo escribo también de gastronomía, de específicamente lo que en Perú llamamos huariques. Más no solo hablo de la comida, de los sabores y texturas, sino que me interesa relatar las historias de la gente detrás de esos platos, de las manos que mueven los ingredientes y las ollas. Eso hacía Bourdain, aunque, claro está, con más talento. El tipo llevaba el éxito en las venas. Así, empezó a practicar jiu-jitsu sobre los 50 años y ganó campeonatos. Todo, al parecer, lo hacía bien. Esta faceta es también otra que me atrae y vincula de alguna manera, pues desde hace unos años el jiu-jitstu es también mi deporte principal, el que más practico junto a las pesas.
El éxito, sin duda, estaba en Bourdain. Pero también una fuerza que lo jalaba hacia abajo, algo sin resolver. Era un rebelde, y como tal, nada lo satisfizo totalmente. Arrastraba también un consumo de drogas desde muy joven. Veíamos al tipo sonriente ante todos, al hombre envidiado, que viajaba y comía por todo el orbe. Tenía el mejor trabajo del mundo, pero íntimamente Bourdain se sentía el más incompleto de los seres. Bourdain, el carismático, el iconoclasta, y también el mentiroso. Nos engañó, nos hizo creer que era feliz, que el mundo era maravilloso. El mundo, no su mundo. No vimos lo que lo consumía por dentro. Nos lo ocultó, nos engañó, nos hizo creer que todo estaba bien.
Un día podía estar recostado en las calientes arenas del desierto del Sahara y otro comiendo pirañas en Perú. Nunca, empero, logró estar dentro de sí propio. Parafraseando a otro que se hizo ícono de la cultura popular, el gran Muhammad Alí, “tuvo el mundo en sus manos y no era nada”.
En una de sus últimas entrevistas, su declaración final fue: “Nunca hay final feliz”. Una mañana de junio de 2018 estaba en Francia. El equipo lo esperaba en el comedor del hotel para tomar desayuno y empezar el rodaje de un nuevo episodio. Anthony no bajaba de su habitación. Cuando fueron a buscarlo, el cuerpo de Bourdain oscilaba en el aire. Ahorcado. Tenía 61 años cuando se suicidó.
El documental que se puede ver en Netflix me parece que es bastante cumplidor. Se puede apreciar a este genial y atribulado hombre en todas sus dimensiones: Anthony Bourdain, un chef por el mundo.
Por: Eduardo Abusada Franco
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3 comentarios en «Anthony Bourdain y yo: De cómo un desconocido quiere vincularse con una estrella»