Los libros están allí y él los mira con amor. Él que es a la vez todos y nadie, como decía Borges que era cualquiera de nosotros en cualquier momento. Sabe que en los libros está su historia contada de mil maneras y que él es, a la vez, en las páginas de algodón o de cáñamo, el villano y el héroe, el verdugo y la víctima, el salvador y el salvado. Los libros están en el anaquel, pero no todos son suyos porque aún no los ha leído y para tener un libro hay que guardarlo debajo de los ojos y del corazón. Sin embargo, están allí y eso lo exalta y lo consuela porque como dijo el escritor inglés Somerset Maugham, adquirir el hábito de la lectura es construirse un refugio contra casi todas las miserias de la vida.
Vargas Llosa confesó que lo más importante que le había pasado en la vida era aprender a leer. Y Borges decía que no podía imaginar un mundo sin libros. Una ciudad y un hombre en particular, los atesoraron hace 2,300 años: Alejandría y Calímaco de Cirene. Tenían casi un millón de libros que bibliotecarios noctámbulos e insomnes como el mismo Calímaco, Demetrio de Falero o Apolonio de Rodas compilaron a lo largo de decenios. Más tarde, Tolomeo III, dio en agotar su vida en esa recolección alucinante que Calímaco había empezado. Cuando Atenas le prestó los textos de Eurípides, Esquilo y Sófocles, él los copió, devolvió las copias y guardó los originales. De él fue la idea de hacer el primer catálogo de todo ese maravilloso patrimonio, al que llamó “pinakes” de donde se deriva la palabra pinacoteca, que quiere decir: galería, museo de pinturas: los libros vistos como una tela en la que están grabados la forma y el fondo de la Historia.
Los libros siguen allí y él es o imagina ser sin saberlo ni quererlo, Zenódoto de Éfeso oficiando, como un sacerdote, el ritual de la lectura y clasificación de los poemas cuya perpetuidad le ha sido revelada por los dioses. Ese ritual, que es sagrado, está precedido por una lenta caminata bajo el fuego de una antorcha que convierte a Zenódoto, según sea el lado desde el que se le mire, en Aristarco de Samotracia que en un pequeño pero solemne habitáculo está redactando la gramática de todas las lenguas, o en Aristófanes de Bizancio que compendia las metáforas del universo.
Aunque la Historia sea sólo una y esté pintada en un telar, él entiende, en su insignificancia, que un pedazo de esa tela puede estar reservada para su historia de amor, cuyos antecedentes están en esas esplendorosas salas de Alejandría.
Cada hombre, al leer un libro, vuelve a levantar esa biblioteca colosal, ya no en el delta del Nilo, sino en su propia madriguera.
Los libros están allí. Es noche y no hay habitáculos ni antorchas ni largos pasadizos. Pero el amor está encendido y lo seguirá estando para siempre, aunque la biblioteca de Alejandría se haya quemado en el siglo primero de nuestra era.
Por: Jorge Alania Vera
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